Uno de los centros de mesa de nuestro
banquete de bodas, ¡viva nuestro niño interior!
¡Menuda
racha! Antes de tener a los niños siempre que oía hablar de la cuesta de
septiembre, sinceramente, no me mostraba muy comprensiva. Creía que sólo era
cuestión de organización y que no podía ser tan complicado. Pero este año… he
comprobado que esto es una completa locura. Después de haber estado esperando
con gran tensión el famoso “sorteo de la letra” que decide qué niños pueden
entrar en cada colegio creíamos que todo sería coser y cantar. Pero entonces,
en el colegio, nos dijeron que a finales de agosto nos darían la lista de los
libros que teníamos que comprar. ¡A finales de agosto! Así que a la vuelta de
las vacaciones y a una semana de comenzar las clases aún estábamos sin los
libros. ¿Y los uniformes? Cuando los niños son un poco mayores se pueden
comprar antes, pero ¿cómo nos íbamos a arriesgar a comprarlos en junio si casi
cada 3 meses dejan pequeña la ropa y cambian una talla de zapatos? Así que,
también quedó para el último minuto. Todos los gastos y el estrés juntos porque
los niños se rebelan al ver la ropa del colegio, porque se ponen intranquilos
ante lo desconocido, como todos y porque ir a comprar ropa no es precisamente
su entretenimiento favorito.
Y las cosas no tienen nada que ver con
cómo se hacían cuando éramos pequeños. Recuerdo que había que forrar los libros
y poner, por dentro y con bolígrafo, nuestro nombre en cada uno. Nada más. Este
año nos libramos de forrar; los libros de los más pequeños están plastificados
de fábrica, pero en cambio, había que ponerles, en portada, una pegatina con el
nombre del alumno. ¡Y son un montón de libros! Y no sabíamos ni dónde se
compraban esas pegatinas. Una mamá con experiencia nos recomendó una papelería
donde las hacen a medida, pero estas indicaciones nos las dieron en la reunión
de septiembre y las pegatinas no nos las tuvieron hasta el último minuto. Así
que a ponerlas por la noche y meterlas en la mochila, pero, ¡oh! Sorpresa, las
carpetas más grandes no cabían, así que tuvimos que ir corriendo a por la
cuarta mochila, que vamos a hacer colección. Y la bolsa de la merienda con su
nombre. Y la ropa de cambio, por si hay algún “accidente”. Y las botellas de
agua mineral en la mochila y las toallitas, todo bien marcado.
En septiembre, jornada continua para
que los niños se vayan habituando a las clases. Y llega octubre y se la parten,
así que el que llora para quedarse en el colegio por la mañana, lo hace también
después de comer, a no ser que se quede a comedor, donde muchos chillan los
primeros días mientras los padres nos vamos estresando y sintiendo mal por
dejarlos o metiéndoles prisa para que coman en casa y puedan llegar a tiempo al
colegio después. Y las extraescolares que no hubiesen empezado en septiembre ya
lo han hecho a comienzos de octubre. Y tú no quieres atosigarlos porque son tan
pequeñitos… pero los idiomas son fundamentales y la música… dicen que es genial
y lleva pidiendo instrumentos a los Reyes desde que aprendió a hablar… o los
deportes… siempre hay algo. Así que la coges a la carrera al salir del colegio
y te la llevas corriendo mientras intenta merendar a la siguiente academia.
El rato que están en casa transcurre
entre lloros y gritos de puro cansancio. Y al llegar la noche no le da tiempo
ni a apagar la luz y ya está roncando. Por no hablar de que el comienzo de las
clases va unido a los catarros y las gastroenteritis. Los niños duermen mal,
están irascibles, cansados y asustados por tanto cambio y un ritmo tan
frenético que no tiene nada que ver con el desahogo del verano. ¿Y nosotros?
Con el coche para arriba y para abajo, los atascos, los malos modos de muchos
conductores, los madrugones, las prisas para que coman en media hora, tener
preparada la merienda a tiempo y la cena a las 20.00 porque no aguantan más…
¿Os habéis estresado? Yo, mucho. Me
levantaba tensa, tenía pesadillas y contestaba muy mal a los niños, les
gritaba, les azuzaba… Hasta que un día… viendo sus caras en el desayuno, le
pregunté a Silvia, ¿el otoño no está siendo tan divertido como lo habíamos
planeado, verdad? Y me soltó un NO rotundo que me llenó de ternura y tristeza,
todo al mismo tiempo. Pero lamentarse o culparse no sirve de nada y, como os
digo siempre, a veces lo mejor, es pararnos a pensar un momento y decidir en
qué punto estamos, si es donde queríamos estar o si podemos hacer algo para
mejorarlo. Y yo decidí que NO, rotundamente. No puedo evitar los atascos, ni el
estar justa de tiempo, ni los berrinches, pero SÍ que puedo hacer algo para
cambiar cómo enfoco la situación.
Lo primero que hice fue recuperar de mi
biblioteca particular “Niños desobedientes, padres desesperados”. Os lo
mencioné recientemente en otro post, pero no sé si os hablé de él tanto como me
gustaría. Realmente se ha convertido en mi libro de cabecera. Da muchísima
tranquilidad leer a una profesional de la educación contar que es comprensible
que los padres perdamos los nervios, y que el hecho de que los niños se enfaden
no sólo es normal, sino mejor aún, que es sano, que forma parte de su
aprendizaje porque tienen que aprender qué son las emociones y cómo
controlarlas; y que si tardaron meses en aprender a andar y a hablar no va a
ser menos el aprendizaje de algo mucho más complejo como las emociones.¡Bien!
No soy un bicho raro, no soy una mala madre, no la he pifiado con la educación
de mis hijos porque una se coja un berrinche y el otro le haya dado un
mordisco. ¡Y tiene solución! Y viene en la siguiente página en un esquemita
bien sencillo de leer, de entender y, por supuesto, no tanto de aplicar porque
requiere una gran dosis de paciencia y de autocontrol. Los libros son como los
cuadros, cambian con cada lector. Y la lección que yo aprendo de este gran e
increíble libro, cada vez que lo leo es que no puedo educar a los niños si
primero no me “educo” yo; es decir, no puedo pretender que ellos controlen sus
rabietas si yo no controlo las mías.
¡Bien! Paso 1: reflexionar sobre la
situación para buscar una solución. Hecho
Paso 2: Encontrarme mejor, gracias al
libro, relajarme y encontrar nuevos medios de acción. Hecho
Paso 3: Cambiar las cosas. Porque si no
sabéis qué poneros, ¡poneros felices! Creedme, se puede conseguir. Ahora me
levanto a las 06.45 porque sé que los niños antes de las 07.15 no amanecen,
salvo raras excepciones, y así tengo tiempo para vestirme, preparar los
desayunos e ir despejándome poco a poco. Si no se han levantado antes, a las
07.45 les despierto, aunque me dé penina levantarles tan temprano porque sé que
al final todos estamos mejor con tiempo de sobra. Durante el desayuno ponemos
música, concretamente el CD que Silvia tiene que escuchar cada día como deberes
de su academia de inglés. Les encanta porque me siento con ellos, desayunamos
juntos y cantamos cada línea con coreografía incluida. Tardan una hora en
terminar, pero tenemos ese tiempo y en lugar de ponerme nerviosa por la
cantidad de tareas que podría estar haciendo disfruto como hacíamos en verano,
es NUESTRO rato, una gran forma de comenzar el día. En el coche vamos con el
cantajuegos. Salimos con tiempo suficiente para sortear cualquier incidencia:
los pañales que hay que cambiar justo cuando ya los estabas metiendo en el
coche, el camión que va delante de ti y te lleva a 40 km/h en una zona de 70
km/h… y así llegamos al colegio de buen humor y podemos entrar en clase sin
prisas, haciendo equilibrios en el bordillo y saludando a todas las amigas que
llegan a la misma hora.
Al mediodía… Respeto su necesidad de
mimos, de sentirse protegida como cuando era un bebé y recuperamos ciertas
cosas como que salte desde las escaleras de la salida del colegio directamente
a mis brazos y me la lleve así hasta el coche, achuchándola y dándole mil
besos. Y en el coche, no calla. Es una delicia porque me cuenta todas las cosas
que han hecho, las actividades que han realizado y con quién ha jugado. Todo
con los ojos de una niña de 3 años, con su imaginación, su vocabulario y su
fabulosa forma de ver y entender el mundo. Unos momentos increíbles, distintos
a los del verano, pero no peores, ni de lejos. Teniendo en cuenta que son días
de tensión y que Silvia siempre ha comido muy bien, trato de ponerle sus platos
favoritos y, a ser posible, que sean un plato único para evitar desesperarme
porque tarda demasiado. Me rindo con la siesta, porque sé que no se la echa
aunque la necesite. Ahora nos tumbamos juntas en la cama a ver un programa de
cocina. Descansamos un pelín y nos achuchamos, otro ratito de disfrute con ella
que le gano a la tensión y al estrés. Salimos tempranito y entramos en el
colegio con ella en brazos achuchándola o, los días que está menos cansada o yo
más fatigada, haciendo pompas con el pompero, que es un invento magnífico que
les relaja y les divierte a partes iguales.
Le doy un superachuchón antes de que
entre en clase y salgo literalmente corriendo hasta el coche, donde “pierdo” un
minuto para cambiar el CD y poner uno mío, algo que me guste realmente y voy
cantando a recoger al peque que sale de la guardería. Y cuando llegamos a casa,
en lugar de intentar ser una madre perfecta y llevármelo al parque para que le
dé el aire o jugar con él para estimularle, reconozco que “sólo” soy una
persona, que además pasa por un momento de estrés cargadito de tareas; así que
me permito el “lujo” de ponerle dibujos de los que considero “educativos” en
inglés (para quedarme un poco más tranquila conmigo misma) mientras merienda. Y
yo, aprovecho para hacer las cosas que me han quedado pendientes. Y, como
siempre, salimos con tiempo para no tener que meterle con prisas y de malas maneras
en el coche; en lugar de eso contemplo durante 5 minutos de reloj, cómo va trepando por
el asiento porque está en la etapa de querer hacerlo todo él solito. Y, la
verdad, es genial verle escalar. Para cualquier otra persona sería una
tontería, pero para mí, que soy su mamá, es un momento de orgullo ver cómo
alcanza un nuevo logro. Y mientras esperamos a su hermana jugamos con el
pompero, a hacerle cosquillas, a subir y bajar escaleras o a hacer rodar un
coche. Puede que ya no tengamos el día entero para jugar como en verano, pero
eso no quiere decir que no haya momentos de ocio. Sólo hay que saber ver las
oportunidades que se nos presentan y elegir el “traje” que queremos llevar en
cada una de ellas. Y yo, siempre, elijo ser feliz, aunque no lo consiga en cada
instante, claro, que eso sería un milagro.
Sigue habiendo rabietas, momentos de
tensión en los que me toca respirar, días que se te hacen interminables… pero,
siendo sincera, eso ocurre hasta en las mejores vacaciones porque como todos
sabemos ser padres, es el mejor trabajo del mundo, pero también el más agotador
porque exige una dedicación, que nunca es exclusiva, de 24 horas al día. Pero
ahora, el día a día, vuelve a ser divertido. Recuperamos las “trampas”, aunque
menos que en verano y adaptadas al horario de las clases, el parque antes de
entrar en las extraescolares cuando da tiempo y, si no, los días que no hay, la
bicicleta, la merienda al aire libre…
Por la noche, cenamos todos juntos
cuando podemos y, cuando he acumulado demasiado estrés y sé que se me va a
indigestar lo que coma porque voy a tener que estar controlando que coman
rectos, con los cubiertos, sin levantarse de la mesa… entonces simplemente me
siento con ellos, o llamamos a algún familiar por skype o incluso algún día les
dejo cenar viendo dibujos. Y mientras tanto yo quito la ropa del tendal y
preparo los uniformes del día siguiente. Son nuestras pequeñas trampas, así se
lo hago saber a ellos y son también los pequeños lujos que me permito los días
que lo necesito porque aunque no es lo ideal me permiten pararme a respirar
para después coger con más ganas el cuento de antes de dormir y quedarme con
ellos cantándoles canciones hasta que cogen el sueño.
Y aún tengo tiempo para un momento para
mí, para darme un baño, ver una serie o hacer un poco de yoga con la WII, que
ya lo echaba de menos. Son pequeños trucos que nos permiten vivir el día a día
de una forma mucho más agradable porque es una pena esperar al viernes para
pasar un buen fin de semana o dejar pasar los meses creyendo que las vacaciones
serán el gran desahogo. Hay muchos más días y meses en el año con tareas,
colegios y extraescolares que de vacaciones, ¿por qué no disfrutar cada
instante? Hasta las rabietas, a pesar de que aún hacen que se me encoja el
estómago, me entren ganas de llorar y, para ser sinceras, de darles un cachete,
ahora las veo de otra forma porque las tomo como una oportunidad de aprender a
ver las cosas con más calma, de enseñarles a controlarlas para que el día de
mañana sepan buscar soluciones hasta en los momentos de más estrés y a mejorar
nuestra dinámica familiar.
Siempre me gusta poneros ejemplos, y
hoy no va a ser menos. La nena se levantó de nones, madrugó mucho, tardó más de
una hora en desayunar y después se negó a vestirse. Estuvo 40 minutos delante
de la ropa mientras yo atendía a su hermano y lo preparaba todo y al final,
después de varias advertencias me la llevé en pijama al colegio. Sin gritos,
sin castigos, sólo varios “Dentro de X minutos nos vamos al colegio. Si no te
ha dado tiempo a vestirte tendrás que ir en pijama”. Estoy segura de que no ha
sido la mejor solución y que Supernanny habría encontrado otra estrategia. A mí
en ese momento no se me ocurrió nada mejor. Estoy contenta porque no hubo
cachetes ni gritos, la próxima vez estaré más espabilada y se me ocurrirá mejor
estrategia. Cuando llegamos a la guardería, bajé del coche y le dije: “Si
cuando vuelva de dejar a Sergio te has puesto los leotardos y los zapatos, esta
tarde podrás llevar la bici al parque”. A lo que me contestó: “Voy sin bici,
mamá”. Me lo dijo sin gritar, pero dispuesta a desafiarme. Yo no contesté
porque era claramente una provocación. Cogí a su hermano y lo llevé a clase
pensando qué decirle al volver porque tenía muy claro que no iba a estar
vestida. Decidí respirar hondo y no decirle nada hasta llegar al colegio donde
le diría: “Te queda X minutos para vestirte. Si no te da tiempo, te visto yo,
pero entonces esta tarde no habrá parque”. Volví dispuesta a estar en silencio
hasta llegar a su colegio, pero al abrir la puerta… Gran sorpresa, se había
puesto los leotardos y los zapatos. Me tragué el “ya era hora” que se me atascó
en la garganta, conseguí sonreír y decirle: “Muy bien, Silvia, qué contenta
estoy de que te hayas puesto los leotardos y los zapatos. Esta tarde podrás
llevar la bici al parque”. Y al llegar al colegio, le ofrecí el nickey para que
se lo pusiese y, sorpresa mayúscula, me dijo: “Lo siento, mamá, no lo volveré a
hacer, es que estaba rabiosa”. Madre, me dejó a cuadros y le dije: “Bueno,
quizá entre las dos podamos encontrar la manera de resolver esa rabia de otra
forma. ¿qué te parece si la próxima vez que te pase me dices que estás rabiosa
y yo te dejo 5 minutos para saltar en las colchonetas, soltar la rabia y luego
ya te vistes?” Me dijo que valía y me la llevé en brazos hasta el cole.
Sigo con el estómago hecho un ovillo y
con ganas de llorar. Tengo atragantado el cachete que le habría dado y el grito
que le habría metido y veo en mi cabeza a mi padre con su bigote soltándome un
“porque lo digo yo” y un “cuando seas padre comerás huevos”. Uyssssss, qué a
gusto me habría quedado, pero no habría resuelto nada y al segundo me habría
sentido frustrada. “Niños desobedientes, padres desesperados” no es fácil de
cumplir siempre porque requiere de una dosis de autocontrol y una falta de
rencor que pocos adultos tenemos, pero los resultados son absolutamente
increíbles. Y como he decidido vestir mi traje de la felicidad, ahora me voy a
poner mi música favorita y a hacer las tareas de la casa en el orden que más me
apetezca cantando a pleno pulmón. ¡Pasad un maravilloso fin de semana!
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