A mí, al menos, me pasa. Soy una
enamorada de Disney, de los cuentos de hadas, de la magia, de los castillos y
de soñar despierta. Vivo con los pies en la tierra el 90% del tiempo, pero
también necesito recurrir, de vez en cuando, al mundo de la fantasía y de la
ilusión. Antes de tener niños, cuando caíamos en la rutina y el aburrimiento
empezábamos a ahorrar y en cuanto podíamos nos hacíamos una escapada a Disney.
Parece increíble, pero en cuanto llegas todo parece mejor y es que no deja de
sorprenderme. Es un sitio donde sentirse niño está permitido y el Peter Pan que
la mayoría llevamos dentro puede volar y sentirse libre. Y podemos subirnos a
los caballitos sin sentirnos ridículos y hacemos cola para ver pasear al
ratoncito de nuestra infancia y nos quedamos sin aliento con cada nueva
sorpresa, cada carroza de las cabalgatas, la música, las luces…
Los niños son una parte esencial de ese
precioso mundo de ilusión. Creo que por eso son tan beneficiosos para los
ancianos porque les transmiten la facultad de maravillarse, de sorprenderse,
porque les aportan una inyección de vida. Hace poco una señora de 80 años de mi
entorno me dijo que le encantaría volver a nacer sabiendo todo lo que sabe y le
contesté, sinceramente, que me parecía lo más triste que había oído nunca. ¿Os
imagináis como sería el mundo de nuestros hijos si no creyesen en el Ratoncito
Pérez, Papá Noel o los Reyes Magos? ¿Si supiesen que dentro de Mickey hay un
chico y, a veces, una chica; que los cuentos de hadas no tienen una base real,
que no se van a encontrar un gnomo a la vuelta de la esquina o que pedir un
unicornio en Navidad es tiempo perdido? La infancia es un gran momento
justamente porque nos creemos capaces de todo, no vemos imposibles, nuestros
padres son súper héroes, la pantalla de la tele y del ordenador son sitios
mágicos. Aún recuerdo con una sonrisa en la boca cómo mis hijos, en cuanto
aprendieron a andar se acercaban a la tele alucinando porque allí estaba
Mickey, casi con el mismo tamaño que ellos. Todos los que habéis visto “La casa
de Mickey Mouse” sabéis que los protagonistas se dirigen en muchas ocasiones a
los espectadores, pidiendo su ayuda y haciéndoles preguntas. Un día Silvia me
miró con gran cara de sorpresa y me dijo: “mamá, me habla a mí”. Yo la sonreí y
le dije: “pues ala, peque, contéstale”. A veces nos empeñamos en robarles
demasiado pronto la ilusión. Recordad que explicarles cómo funcionan las cosas
no implica destrozar sus sueños. No hace falta que a niños de 2 y 3 años les
digamos que en realidad Mickey no está ahí y que no puede verlos. Fomentemos
esa parte de nosotros que es tan necesaria. Ahora estoy siendo realista, no
idealista. Fijaros si no, en Julio Verne. Sin imaginación y visión de futuro no
habría podido escribir todos sus libros. ¿Quién le iba a decir a él que sus
“inventos futuristas” acabarían quedando obsoletos? Cuando en su época, su obra
era una ficción maravillosa.
Necesitamos gente con imaginación, que
conserve la capacidad de asombrarse, de investigar, de ir más allá. En el mundo
que vivimos la mejor forma de labrarse un futuro es ser innovador. Todo el
mundo tiene estudios, idiomas… pero no hay suficientes trabajos convencionales
para todos. Hay que ser emprendedores y estas cualidades se labran desde bien
pequeños. Podemos ayudarles a ser sociables, a ser curiosos (fomentando cada
pregunta que hacen con otras tantas, en lugar de quitárnoslo de en medio con un
“porque sí” o “yo qué sé”), a que se sorprendan apreciando las pequeñas cosas
que se nos presentan…
El lunes, mi hija llegó encantada porque
la profesora le había dicho que un duende se había llevado la alfombra de su
clase, donde hacen la asamblea, para lavarla. Me metía prisa en el coche para
llegar a casa por si el duende nos esperaba allí y me infló a preguntas sobre
qué pasaría si se hubiese comido toda nuestra comida. Cuando llegó y obviamente
no lo encontró, no se desilusionó, me preguntó si le podíamos hacer una cama
pequeña para que durmiese en su habitación y me pidió que le llamase por
teléfono. Traté de explicarle que yo no tenía su número, pero fue una tarea
imposible porque se dedicó a decirme: - “prueba con el 2, mamá”
- “Cariño, es que los números de teléfono son más largos”
- “Pues con el 3, mamá”
- “¿Ves, cariño? No es su número”
Sí,
tuve que ir marcando varios números sueltos, lógicamente sin resultado, hasta
que desistió. Y es que, según me contó, en clase, habían hablado por teléfono
con el duende, y por eso sabía que tenía uno. No sé si había alguien al otro
lado de la línea o era la profesora la que les transmitía “sus mensajes”, pero
ella llegó completamente convencida de que había conversado con él. Se
pasó dos días hablándome de duendes, contándome cada cosa que había imaginado y
preguntándome sobre sus costumbres: dónde viven, qué comen, dónde duermen…
Hasta que el miércoles me dijo que el duende ya les había devuelto la alfombra
lavadita. La
verdad, me pareció una idea genial. Los niños notan cualquier cambio y, aunque
no hubiese supuesto un problema llegar a clase y no tener la alfombra,
ofrecerles una explicación, plausible para ellos, a la par que divertida, que
les dio pie a un juego de imaginación… creo que es perfecto.
Todos
hemos oído un millón de veces la frase “tendría que haber un niño en todas las
casas”. Y es que es raro que alguien se resista a estas encantadoras
criaturillas porque hasta en los momentos que más te desquician consiguen
sacarte una sonrisa o una gran carcajada. Nos devuelven la capacidad de maravillarnos,
haciéndonos al mismo tiempo poner los pies en la tierra y no dar por sentadas
todas las cosas. Los míos hicieron lo mismo la primera vez que vieron a sus
abuelos por skype. Tendrían algo más de un año. Estaban de pie frente al
ordenador, que les habíamos puesto en una mesa de Ikea. Y en cuanto les
hablaron, dieron la vuelta a la mesa, buscando el resto de sus abuelos en la
parte de atrás de la pantalla. Lo que nos pudimos reír con sus caras al mirar
la pantalla y ver que por detrás no había nada. Iban y volvían todo el rato; se
ponían en la parte de atrás y miraban por un lateral hacia delante comprobando
que sus abuelos seguían ahí. Era como un truco de magia de desaparición para
ellos.
En mi
casa no hay ascensor y la primera vez que los subí de pie en uno, pusieron una
gran cara de sorpresa, se agarraron la barriguilla y luego una sonrisita. Nos
tronchamos con ellos. Era como si estuviesen en una montaña rusa. Y volviendo
la vista atrás, aún recuerdo los viajes en el coche con la familia, que las
carreteras no estaban como ahora, en los que mis hermanas y yo siempre pedíamos
a mi padre que cogiese los baches más rápido y gritábamos un
“uissssssssssssssssssss”, al notar las cosquillitas en la barriga.
Perder
la capacidad de sorprendernos me parece una auténtica desgracia. La vida nos
ofrece mil y una situaciones para maravillarnos que debemos aprovechar. Para
mí, esa inyección de ilusión antes me la ofrecía Disney. Ahora, con mis hijos,
tengo mil y un momentos que me dejan a cuadros y con una gran sonrisa cada día.
Seguro que a vosotros os pasa lo mismo con los vuestros. Aprovechadlos,
disfrutadlos y fomentadlos tanto como podáis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comparte tus opiniones con nosotros