viernes, 6 de marzo de 2015

El hombre que ha perdido la facultad de maravillarse es como un hombre muerto. Albert Einstein



         A mí, al menos, me pasa. Soy una enamorada de Disney, de los cuentos de hadas, de la magia, de los castillos y de soñar despierta. Vivo con los pies en la tierra el 90% del tiempo, pero también necesito recurrir, de vez en cuando, al mundo de la fantasía y de la ilusión. Antes de tener niños, cuando caíamos en la rutina y el aburrimiento empezábamos a ahorrar y en cuanto podíamos nos hacíamos una escapada a Disney. Parece increíble, pero en cuanto llegas todo parece mejor y es que no deja de sorprenderme. Es un sitio donde sentirse niño está permitido y el Peter Pan que la mayoría llevamos dentro puede volar y sentirse libre. Y podemos subirnos a los caballitos sin sentirnos ridículos y hacemos cola para ver pasear al ratoncito de nuestra infancia y nos quedamos sin aliento con cada nueva sorpresa, cada carroza de las cabalgatas, la música, las luces…

        Los niños son una parte esencial de ese precioso mundo de ilusión. Creo que por eso son tan beneficiosos para los ancianos porque les transmiten la facultad de maravillarse, de sorprenderse, porque les aportan una inyección de vida. Hace poco una señora de 80 años de mi entorno me dijo que le encantaría volver a nacer sabiendo todo lo que sabe y le contesté, sinceramente, que me parecía lo más triste que había oído nunca. ¿Os imagináis como sería el mundo de nuestros hijos si no creyesen en el Ratoncito Pérez, Papá Noel o los Reyes Magos? ¿Si supiesen que dentro de Mickey hay un chico y, a veces, una chica; que los cuentos de hadas no tienen una base real, que no se van a encontrar un gnomo a la vuelta de la esquina o que pedir un unicornio en Navidad es tiempo perdido? La infancia es un gran momento justamente porque nos creemos capaces de todo, no vemos imposibles, nuestros padres son súper héroes, la pantalla de la tele y del ordenador son sitios mágicos. Aún recuerdo con una sonrisa en la boca cómo mis hijos, en cuanto aprendieron a andar se acercaban a la tele alucinando porque allí estaba Mickey, casi con el mismo tamaño que ellos. Todos los que habéis visto “La casa de Mickey Mouse” sabéis que los protagonistas se dirigen en muchas ocasiones a los espectadores, pidiendo su ayuda y haciéndoles preguntas. Un día Silvia me miró con gran cara de sorpresa y me dijo: “mamá, me habla a mí”. Yo la sonreí y le dije: “pues ala, peque, contéstale”. A veces nos empeñamos en robarles demasiado pronto la ilusión. Recordad que explicarles cómo funcionan las cosas no implica destrozar sus sueños. No hace falta que a niños de 2 y 3 años les digamos que en realidad Mickey no está ahí y que no puede verlos. Fomentemos esa parte de nosotros que es tan necesaria. Ahora estoy siendo realista, no idealista. Fijaros si no, en Julio Verne. Sin imaginación y visión de futuro no habría podido escribir todos sus libros. ¿Quién le iba a decir a él que sus “inventos futuristas” acabarían quedando obsoletos? Cuando en su época, su obra era una ficción maravillosa.

        Necesitamos gente con imaginación, que conserve la capacidad de asombrarse, de investigar, de ir más allá. En el mundo que vivimos la mejor forma de labrarse un futuro es ser innovador. Todo el mundo tiene estudios, idiomas… pero no hay suficientes trabajos convencionales para todos. Hay que ser emprendedores y estas cualidades se labran desde bien pequeños. Podemos ayudarles a ser sociables, a ser curiosos (fomentando cada pregunta que hacen con otras tantas, en lugar de quitárnoslo de en medio con un “porque sí” o “yo qué sé”), a que se sorprendan apreciando las pequeñas cosas que se nos presentan…

        El lunes, mi hija llegó encantada porque la profesora le había dicho que un duende se había llevado la alfombra de su clase, donde hacen la asamblea, para lavarla. Me metía prisa en el coche para llegar a casa por si el duende nos esperaba allí y me infló a preguntas sobre qué pasaría si se hubiese comido toda nuestra comida. Cuando llegó y obviamente no lo encontró, no se desilusionó, me preguntó si le podíamos hacer una cama pequeña para que durmiese en su habitación y me pidió que le llamase por teléfono. Traté de explicarle que yo no tenía su número, pero fue una tarea imposible porque se dedicó a decirme: - “prueba con el 2, mamá”

  • “Cariño, es que los números de teléfono son más largos”
  • “Pues con el 3, mamá”
  • “¿Ves, cariño? No es su número”

         Sí, tuve que ir marcando varios números sueltos, lógicamente sin resultado, hasta que desistió. Y es que, según me contó, en clase, habían hablado por teléfono con el duende, y por eso sabía que tenía uno. No sé si había alguien al otro lado de la línea o era la profesora la que les transmitía “sus mensajes”, pero ella llegó completamente convencida de que había conversado con él. Se pasó dos días hablándome de duendes, contándome cada cosa que había imaginado y preguntándome sobre sus costumbres: dónde viven, qué comen, dónde duermen… Hasta que el miércoles me dijo que el duende ya les había devuelto la alfombra lavadita. La verdad, me pareció una idea genial. Los niños notan cualquier cambio y, aunque no hubiese supuesto un problema llegar a clase y no tener la alfombra, ofrecerles una explicación, plausible para ellos, a la par que divertida, que les dio pie a un juego de imaginación… creo que es perfecto.

        Todos hemos oído un millón de veces la frase “tendría que haber un niño en todas las casas”. Y es que es raro que alguien se resista a estas encantadoras criaturillas porque hasta en los momentos que más te desquician consiguen sacarte una sonrisa o una gran carcajada. Nos devuelven la capacidad de maravillarnos, haciéndonos al mismo tiempo poner los pies en la tierra y no dar por sentadas todas las cosas. Los míos hicieron lo mismo la primera vez que vieron a sus abuelos por skype. Tendrían algo más de un año. Estaban de pie frente al ordenador, que les habíamos puesto en una mesa de Ikea. Y en cuanto les hablaron, dieron la vuelta a la mesa, buscando el resto de sus abuelos en la parte de atrás de la pantalla. Lo que nos pudimos reír con sus caras al mirar la pantalla y ver que por detrás no había nada. Iban y volvían todo el rato; se ponían en la parte de atrás y miraban por un lateral hacia delante comprobando que sus abuelos seguían ahí. Era como un truco de magia de desaparición para ellos.

        En mi casa no hay ascensor y la primera vez que los subí de pie en uno, pusieron una gran cara de sorpresa, se agarraron la barriguilla y luego una sonrisita. Nos tronchamos con ellos. Era como si estuviesen en una montaña rusa. Y volviendo la vista atrás, aún recuerdo los viajes en el coche con la familia, que las carreteras no estaban como ahora, en los que mis hermanas y yo siempre pedíamos a mi padre que cogiese los baches más rápido y gritábamos un “uissssssssssssssssssss”, al notar las cosquillitas en la barriga.
       
        Perder la capacidad de sorprendernos me parece una auténtica desgracia. La vida nos ofrece mil y una situaciones para maravillarnos que debemos aprovechar. Para mí, esa inyección de ilusión antes me la ofrecía Disney. Ahora, con mis hijos, tengo mil y un momentos que me dejan a cuadros y con una gran sonrisa cada día. Seguro que a vosotros os pasa lo mismo con los vuestros. Aprovechadlos, disfrutadlos y fomentadlos tanto como podáis.

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