Vistas desde la Alhambra, 2008
Si nuestros niños hubiesen estudiado algo de filosofía o supiesen poner en palabras un poco sofisticadas sus pensamientos infantiles y divertidos probablemente nos contestarían esto. Y a ver quién es el guapo capaz de rebatir a tan célebre filósofo.
Podéis pensar
en él cada vez que os den ganas de gritar "Eso no se hace", "ahí
no se toca", "cuidado que lo manchas"... ¿os suenan? Porque yo,
por más que intento repetirme que son niños, que tienen derecho a jugar y que
es normal que manchen... hay mil ocasiones en las que tengo que respirar hondo
y repetírmelo una y otra vez a ver si me lo acabo creyendo. Cada vez que se
tiran el gazpacho encima de su camiseta nueva, corren con una pintura en
la mano que inevitablemente acaba en un mueble, saltan con los zapatos de tacón
de su princesa favorita sobre el parqué o arrancan las pegatinas decorativas
que con tanto cariño has puesto en sus habitaciones y se llevan media pared...
En todas esas ocasiones y en las que muchos de vosotros seguro estaréis
pensando sólo podemos consolarnos pensando que son niños, que nosotros también
lo hemos sido y que ahora nos toca ponernos en el papel de nuestros padres y
corregir, a ser posible con cariño, cada una de sus “meteduras de pata”.
Y es que por
más que nos enerve la sangre y nos apetezca decirles, “¿Pero es que no ves…?”
La respuesta es no, no lo ven. La misma inocencia que nos enamora cuando piden
un unicornio a los Reyes Magos; ese amor rayando en la adoración que nos vuelve
locos cuando nos enteramos de que nos han elegido a nosotros al escribir la
redacción que en el cole les encargaron sobre sus héroes favoritos; esa ilusión
que nos embarga cuando se acuestan totalmente nerviositos esperando al
ratoncito Pérez porque se les ha caído un diente; o esa imaginación que les
lleva a apartar un juguete y jugar, en cambio, con el papel que lo envolvía o
la caja en la que venía… todas esas cualidades que envidiamos de los niños y
que les hacen tan especiales y únicos son las mismas que les llevan a querer
pintar las paredes, “para que estén más bonitas”; a arrancar las páginas de los
libros, “para ver qué ocurre”; a saltar desde el sofá, porque aún no conocen el
miedo…
Esto me quedó
muy claro con mi niña de 3 años cuando intenté quitarle el miedo al lobo feroz.
Aunque tiendo a elegir con mucho cuidado los cuentos que le leo, cuando era un
bebé le encantaba que le contase, mientras comía y con una pequeña
escenificación, Caperucita roja y Los tres cerditos. En un momento dado en el
que empezó a fijarse más en el significado de las palabras, que en las
cancioncillas y los gestos, le dio miedo ese lobo feroz de los cuentos. Mi
pensamiento de adulta lógica me llevó a decirle “el lobo no existe, mi amor, es
de mentira”. Dudo que llegue a olvidar su cara de desconcierto. Lo mismo podía
haberle dicho, de repente, una frase en chino. Y me volvió a decir “mamá, el
lobo me da susto”. Y entonces me di cuenta; de repente fue como si se me
encendiese una bombilla; si el ratoncito Pérez, Papá Noel, los Reyes Magos…
existen; incluso los príncipes y princesas y Mickey y Minnie que conocieron en
Eurodisney, cómo puede no sólo creer, sino llegar a entender que los malos, no.
Así que cambié el argumento y conversamos:
- En casa, ¿quién manda, cariño?
- Tú, mamá
- Pues en esta casa no entra ningún malo, y al que se le ocurra venir, le digo “largo”, y no le dejo ni acercarse. ¿Te parece bien?
Su respuesta
fue una sonrisa tan grande como su preciosa carita. Así que si llega a tener
pesadillas con monstruos, no se me ocurrirá perder los nervios y decirle que
los monstruos no existen, porque aunque crezca los monstruos pueden ser una
representación de cualquier otra cosa; puede ser su forma de poner nombre a algo
que le haya asustado; así que si esto ocurre miraré bajo la cama y dentro del
armario. Le diré que ya no hay monstruos, comprobaré que ventanas y puertas
estén cerradas y le aseguraré que si uno se acerca le asustaré yo a él para que
no entre en casa.
¿Quiere esto decir
que les tenemos que consentir todo sólo porque son niños? Nada más lejos de la
realidad. Recuerdo a mi madre unas vacaciones en la casa familiar de un pueblo
de Santander, diciéndome que trepase por el muro que separaba la vivienda de la
del vecino. No entendía nada. Estaba segura de que si lo hacía me iba a reñir y
así se lo dije. No olvidaré su respuesta: “tu trabajo es hacerlo y el mío
reñirte por ello”. Mi madre era un gran ejemplo de esta difícil parte de la
maternidad. Nunca tuve miedo de mancharme en una excursión porque siempre le oí
decir que si no te manchabas es que no te habías divertido suficiente. No
siempre es fácil, pero hay que intentar armarse de paciencia, algunas veces
cerrar los ojos y otras explicar con cariño (a pesar de la rabia que nos pueda
correr por las venas porque acaban de romper nuestro jarrón favorito) que eso
no está bien. Acordarnos de adecuar el discurso a su edad y entendimiento y
saber que nos tocará repetirlo una docena de veces antes de que empiece a
penetrar en esa dura cabecilla. Y, si no, pensad cuántas veces tuvo que oír las
palabras “papá” y “mamá” antes de pronunciarlas por primera vez. Y cuánto más
tiempo tuvo que pasar antes de que les diesen el significado real que tienen.
Y una buena
forma de que no destrocen la casa es que estén fuera de ella, así que ya
sabéis, si podéis, este finde sacar a nuestros pequeños y adorables monstruitos
al campo, al río, a la piscina… a cualquier sitio en el que puedan correr,
saltar y cansarse sin miedo a mancharse, ni a destrozar nada. Ya me contaréis
qué tal el resultado. En mi caso siempre es un alivio porque disfrutamos del
tiempo con ellos sin tensiones y llegan a casa tan cansados que después del
bañito y la cena caen rendiditos. Y pocas cosas hay tan bonitas como un bebé
dormido. Qué cara tan dulce, tierna, relajada y confiada.
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