Elogio del
Horizonte, Gijón, agosto 2014
Uno de los mayores terrores de los
papás, no siempre reconocido, es la etapa de las preguntas. Los niños son
curiosos por naturaleza; si no lo fueran no les iría muy bien en un mundo en el
que lo tienen todo pendiente de aprender. Una vez más, solemos demostrar una
creciente pérdida de paciencia. ¿Por qué sonreímos y nos emocionamos con cada
uno de sus intentos por ponerse de pie a pesar de las múltiples caídas y, en
cambio, nos enervamos cuando nos hacen tres veces seguidas la misma pregunta?
Esto es fácil de explicar y más difícil de cambiar. Al recién nacido lo vemos
indefenso; damos por hecho que no sabe nada y generalmente lo que nos saca de
quicio son las noches sin dormir, los cólicos… Pero a medida que van creciendo
y adquiriendo habilidades se nos olvida fácilmente que siguen necesitando
tiempo para asumir cada una de ellas y que nos necesitan en cada paso del
camino.
Recuerdo la etapa en la que a Silvia le
dio por fijarse en las señales de tráfico. Imaginaros el trayecto en coche
hasta el colegio todas las mañanas con una única cantinela:
- “¿Cuál es esa señal, mamá?”
-
“Ceda el paso. Quiere decir que si viene otro coche por ese lado tenemos que
dejarle pasar”
- ¿Cuál es esa señal, mamá?
- “Paso de cebra. Quiere decir que
tenemos que parar para que pasen los peatones, la gente que va caminando”
- “¿Y esa, mamá?”
- “Paso de cebra. Quiere decir que
tenemos que parar para que pasen los peatones, la gente que va caminando”
No, no me he equivocado, es que
preguntaba por los 5 pasos de cebra seguidos que nos encontrábamos. A la ida y
a la vuelta. Y sí, más de una vez me daban ganas de decirle, en un tono más
alto de lo meramente necesario, “¡pero si te lo acabo de decir!”. Cada vez, a
pesar de esto, le respondía correctamente porque recordaba (con una gran
sonrisa interna) la misma etapa que pasó mi hermana pequeña. A mí, como adulta,
me parece increíble que un niño se fije en algo tan poco llamativo o divertido
como una señal de tráfico; pero, si hago memoria, recuerdo cuando iba en la
parte de atrás del coche leyendo cada cartel que pasábamos. Como decía, los
niños son curiosos por naturaleza. A media que crecen ocurre dos cosas: la
primera es que aprenden a discernir en qué merece la pena gastar sus energías
con esa curiosidad; la segunda, y mucho más triste, es que la van perdiendo. No
todos, por fortuna; y, de hecho, creo que es algo que merece la pena
incentivar.
Hoy día, en guarderías y colegios, hay
una tendencia a la educación emocional, a ayudar a los niños a descubrir qué
sienten y a expresarlo de forma correcta. Como dice Rocío Ramos-Paúl en el que
es el mejor libro de educación para padres que he leído, “Niños desobedientes,
padres desesperados”, los niños tienen que enfadarse, es natural y sano; y a
nosotros nos toca enseñarles a demostrar ese enfado de una forma correcta,
aceptada socialmente. A pesar de esto, vivimos en una época con una gran
contradicción. Dado el elevado nivel de exigencia laboral cada vez apuntamos a
los niños a más extraescolares a edades más tempranas. Buscamos que desarrollen
el mayor número de habilidades y que adquieren tantos conocimientos como puedan
para que tengan buenas oportunidades a la hora de buscar trabajo. Pero
olvidamos que vivimos en un mundo en el que la información está al alcance de
todos en cualquier momento. Y que los grandes triunfadores de nuestros días no
son hombres y mujeres de negocios con una carrera, un máster y 2 idiomas. En un
momento en el que parece que todo está inventado, lo cierto es que los que
triunfan son aquellos que saben demostrar su ingenio, que se plantean una forma
diferente de hacer las cosas, que cuestionan lo que parece incuestionable y que
dejan volar su imaginación.
Creo firmemente que a los niños, desde
muy pequeños, tenemos que ayudarles a ser independientes y responsables y que
tenemos que enseñarles a utilizar su imaginación, su creatividad y como se ha
dicho toda la vida, que sean capaces “de sacarse las castañas del fuego”. Estoy
a favor de las extraescolares que les ayudan a desarrollar sus habilidades,
siempre y cuando éstas no ocupen todo su tiempo libre, y muy en contra de las que
parecen hacer el trabajo de los niños. Nunca entendí que un estudiante de
colegio fuese a clases de matemáticas, por ejemplo. La teoría se la dan en
clase y también le dan ejercicios para ponerla en práctica. Si no entiende algo
debería ser capaz de preguntar y que el profesor respondiese hasta que le
quedase claro. Una vez que lo ha entendido sólo tiene que estudiarlo para
llegar a asimilarlo del todo y hacer ejercicios una y otra vez para
perfeccionar la parte práctica. En la academia no van a estudiar por él. Y
necesitan tener la oportunidad de preguntar en clase. Deben mostrar suficiente
interés como para arriesgarse porque sí, en según qué edades, levantar la mano
en el aula supone enfrentarse al miedo al ridículo, por ejemplo. Y esta es una
valiosa lección que también deben aprender.
Me encanta que hagan funciones de fin de
curso desde la guardería. Y no es para tener un momento en el que presumir de
lo bien que lo hacen nuestros hijos, sino para que pierdan el miedo a la
vergüenza, al fracaso, a no intentarlo. Creo que tendría que haber más exámenes
orales y muchos más debates porque sepan lo que sepan, cuando salgan al mundo,
van a tener que debatir y negociar, para conquistar a la mujer o el hombre de
su vida, para tener un buen sueldo, para superar una entrevista de trabajo…Un
adulto sin miedo y con imaginación puede comerse el mundo. Los grandes
escritores y científicos y hombres y mujeres de éxito de todos los tiempos han
demostrado esto, sin duda, una y otra vez.
Los niños necesitan aburrirse, necesitan
situaciones que les supongan un desafío, sentir que creemos en ellos, aún
cuando sabemos que les quedan muchos intentos hasta que les salga bien. Los
juegos que les permiten desarrollar su imaginación son fundamentales. No
necesitan tantos juguetes como tienen hoy día, pero les vienen fenomenal los
juegos con papá en los que son superhéroes y pueden volar y rescatar a mamá de
un dragón. La plastilina, un papel en blanco y pinturas en cualquiera de sus
formas (tizas, acuarelas, pintura de dedos, ceras, rotuladores) son grandes
aliados de los más pequeños. Y si queremos que sigan este camino debemos
responder a sus preguntas porque si las ignoramos, si ven que nos molestan o
nos aburren dejarán de hacerlas y esto sería algo realmente triste.
A veces nos pillan con la guardia baja y
no tenemos ni idea de qué contestarles porque no estamos seguros de cuál es la
repuesta correcta. A veces son cosas tan cotidianas que nos da vergüenza
reconocer que no las sabemos y decidimos “pasar palabra”. Cuando esto me
ocurre, cuando Silvia me pregunta por qué hace sol, por qué en invierno hace
frío (algo que para nosotros es tan obvio que si tengo que darle una respuesta
razonada no me atrevo) le digo, la verdad, que no tengo claro cómo explicárselo
y que mejor esperamos a llegar a casa para buscarlo en el diccionario. Eso sí,
no lo dejo pasar, y en cuanto llegamos lo buscamos, aunque a veces tenga que
recuperar su atención porque ya se le olvidó aquella pregunta.
Si queremos que aprendan tenemos que
darles las armas correctas. Si hacen preguntas, responded; alentad esta parte
preciosa de su desarrollo. Y cuando os hayáis metido en la dinámica pasará a
ser una rutina como el cambio de pañales, en la que ya no os molesta ni “el
olor”. Y os aseguro que os ofrecerá momentos de grandes sonrisas y complicidad
que formarán parte de vuestros mejores recuerdos. Y si no estáis seguros de
algo, sed sinceros con ellos. Por fortuna, no os van a juzgar y, en cambio,
aprenderán una gran lección, sinceridad y humildad y, por si fuera poco, el
valor del esfuerzo, al ver cómo os molestáis en buscar la respuesta que
necesitaban.
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