Rosa con cita en un lazo repartida en
mi boda a cada invitado
No sólo estoy completamente de
acuerdo con esta frase si no que añadiría que ya que tenemos que hacer algo
disfrutemos el tiempo que nos lleva hacerlo. Sé que esto no siempre es fácil,
pero una buena actitud ayuda de manera inimaginable. Tengo que reconocer que me
quedé tiesa cuando en la reunión previa a empezar la guardería nos pidieron que
al dejar a los niños no les dijésemos “No llores” y al recogerlos, no les
preguntásemos “¿Has llorado mucho?”. Me quedé a cuadros, a quién se le pueden
escapar (porque doy por echo que de manera consciente y racional no se lo
dirían) esas frases. Por eso ayuda mucho hablar con otras mamás y papás que
están en nuestra misma situación; muy al contrario que compararnos con aquellos
que tienen niños de edades diferentes o pensar que a los demás les va mejor.
Recordad que ellos también ven sólo una cosa nuestra: lo bien que nos apañamos,
a pesar de que por dentro haya días que estemos llorando o rabiando. Las
comparaciones son odiosas y los padres tendemos a olvidarnos, no sólo entre los
niños, sino entre nosotros. Leer libros sobre educación, revistas o escuchar a
profesores y directores de guardería también viene muy bien. Algunas cosas que
a nosotros nos resultan completamente obvias para otros pueden ser nuevas y
sorprendentes.
En este caso concreto, yo, siempre despido a mis peques con un “pásatelo
muy bien”. Y cuando les recojo, mi primera pregunta es “¿te lo has pasado bien
o súper bien?”. Tengo que reconocer que para mí es duro desprenderme de ellos,
y eso que la mayor ya está en su primer año de cole, que en la guardería me
resultó todavía mucho peor. No sentí nada del alivio que me prometían por el
tiempo soñado para mí. Pertenezco al grupo de mamás que sólo se queda tranquila
con ratito privado cuando sus hijos están en la habitación de al lado y su papá
con ellos. Es un fastidio que estoy intentando superar. Pero ellos no tienen por
qué pagar el pato. Recuerdo poco de mi etapa en la guardería, pero sí que tengo
muy buenos sentimientos hacia esos años, igual que a mi estancia en el colegio
y en la Universidad. ¿Por qué se lo voy a amargar con la perspectiva de un
adulto en la que las cosas que tenemos que hacer son por definición un fastidio?
No es así. En el colegio jugaba con mis amigas, celebraba cumpleaños, me
columpiaba en el patio, me llevaban de excursión… y de las aulas tengo el
recuerdo de lucirme cuando me sabía la tarea. Sí, claro, de más crecidita tengo
algún recuerdo de un profesor pelma, alguno muy malo y unos pocos que me
marcaron con su interés y su brillante forma de educar. Odiaba los exámenes
orales y en cuanto supe lo que me jugaba con las notas me entraba dolor de
estómago aunque fuesen escritos, pero nada de eso importaba. Odiaba estar mala
porque no podía ir al colegio a jugar con mis amigas. Y todas esas cosas
empiezan a afectar mucho más adelante, no en la guardería, ni en infantil,
desde luego.
En el desayuno hablamos de todo lo que van a hacer en el cole y cada vez
que digo, en tono entusiasta y elevado: “¿Quién va a ir hoy al cole?” Silvia
responde “yo”, pero Sergio casi se levanta de la silla de la emoción, mientras
sube los brazos gritando “yoyoyoyoyoy”. Se lo pasan genial, por qué no iban a
querer ir.
No todo es de color de rosa. Este año, creo que por el horario, a Silvia
le ha dado por decir que no quiere ir a inglés. La última vez que la llevé, iba
protestando desde el asiento trasero del coche hasta que me preguntó: “¿mamá,
por qué tengo que ir a inglés?” No contesté inmediatamente porque, de pronto,
recordé la cantidad de veces que yo le había hecho esa misma pregunta a mi
padre. Odié el inglés con todas mis fuerzas hasta que tuve a oportunidad de ir
un mes a Exeter (ciudad que me enamoró) y de utilizar el idioma y hacer nuevos
amigos. Aún recuerdo las respuestas de mi padre: “Es necesario”, “Lo vas a
necesitar”… Todas eran de ese estilo. Sabía que lo decía sinceramente porque le
veía a él estudiando al llegar de trabajar y esforzándose y eso era todo lo que
yo veía, algo que requería mucho esfuerzo, que se hacía porque “había que
hacerlo” y que no me gustaba. Así que le contesté: “¿Quieres que te diga la
verdad?” (En mi casa están prohibidas las mentiras) Y me dijo: “Sí, mamá”. Y se
la dije: “Es para que te diviertas”. Se quedó callada y pensando. Si fuese un
poco mayor me habría mandado a la porra, pero con los cuatro años aún sin
cumplir tiene una mentalidad abierta que intento conservar.
No lo entendía, estaba claro, así que continué mi explicación: “sabiendo
inglés podrás leer todos los libros y ver todos los dibujos que sólo están en
inglés; y también podrás hacer nuevos amigos que no saben español. Yo tengo
amigos que pude hacer así, porque todos sabíamos inglés”. Y me preguntó que de
dónde eran. Pregunta a la que también contesté con la verdad, nombrando a cada
amigo que recuerdo con cariño de aquella etapa de mi vida.
Por supuesto alguna vez sigue protestando, especialmente los días que ha
dormido menos y está cansada, pero no me ha vuelto a preguntar por qué tiene
que estudiar inglés.
Hagamos lo que hagamos en la vida es mejor hacerlo con convicción y
entusiasmo. Es la mejor manera de que salga bien. Ya os he contado esto antes,
pero siempre recordaré la frase que me dijo el ginecólogo usando después de año
y medio y muchas pruebas, por fin conseguimos quedarnos embarazados: “No hay
nada como decirle a una mujer que no puede quedarse embarazada para que se
quede”. Sé que lo dijo en plan broma, sin ninguna malicia y refiriéndose a la
creencia de que es la tensión lo que a veces nos impide quedarnos en estado.
Pero reconozco que me sentó mal, entre otras cosas porque me parece que fueron
los tratamientos que probamos los que ayudaron. Lo contrario sería suponer que
como me habían dicho que no podía quedarme embarazada me rendí. No veo otra
lógica para relajarse cuando te acaban de dar una noticia tan triste. Y, desde
luego, no fue mi caso. En cuanto me dijeron eso busqué en Internet y en la
farmacia todos los remedios caseros y naturales que se podían probar, mientras
los médicas iban haciendo sus interminables pruebas. Lo uno no está reñido con
lo otro, ya sabéis lo que dicen: “A Dios rogando y con el mazo dando” o una de
mis favoritas “la suerte tiene que pillarte trabajando”. Así es, yo estaba
convencida de que iba a ser mamá y de hecho ya tenía elaborado un minucioso
plan que incluía una de mis largas listas, desde la inseminación artificial
hasta la adopción.
Por supuesto, no siempre logramos todo lo que intentamos, aún cuando lo
hacemos con entusiasmo y es bueno que los niños también aprendan la valiosa
lección del fracaso. Silvia salió llorando un día de clase porque le había
salido mal una ficha. Nadie le había reñido, pero no aceptaba su fracaso. Desde
entonces siempre que puedo juego con ella a la oca, que no se puede amañar para
dejarles ganar (gran error que solemos cometer los padres) y se coge cada
mosqueo… Aprendió a compartir juguetes y aprenderá a aceptar que no siempre se
puede ganar. Y, de paso, aprenderá a seguir intentándolo, porque merece la
pena, no porque “hay que hacerlo”.
No olvidemos además, que esa frase (me niego a llamarla razón porque no
argumenta nada) tarde o temprano deja de servirnos. Nos vale a los adultos que
justificamos así, por ejemplo, aguantar un trabajo que no nos gusta; pero no
servirá cuando empiecen a tomar sus propias decisiones y aún no hayan asumido
ese sentido del deber (o del borreguismo, si somos más sinceros). Les podemos
obligar a estar sentados en clase, pero no a prestar atención. El “porque sí” o
“porque lo digo yo” son otras variantes que resultan mucho más cómodas en
educación, pero que no educan. Alguien a quien admiro y respeto profundamente
me dijo una vez que veía las ventajas futuras del razonamiento que intentaba
tener con mis hijos (desde que nacieron, antes de que empezasen a hablar), pero
que no podría haberlo hecho porque necesitaba que cuando a un hijo le dices
“para” lo haga. Por supuesto que de vez en cuando se me escapa un grito, más de
lo que quisiera o apruebo, pero los “porque sí” son realmente escasos y siempre
van seguidos de un “eso no vale, mamá”. Y entonces yo cojo aire y le digo
“tienes razón, es por esto” y se lo explico. Se me acaba de escapar una
sonrisa, porque según os cuento esto mi hija me acaba de pedir algo que no
depende de mí y no le puedo conceder; le he explicado las razones, claro, pero
no le satisfacen, así que me dice “mamá, te hago un trato, ¿vale?” y, a
continuación, me cuenta lo que a ella le parece justo. Así ha sido siempre
nuestra dinámica, que va en la misma línea de que recojan lo que tiran, aunque
sea mucho después y aunque hacerlo yo me llevaría exactamente un minuto y
muchas menos energías. Ahora, cuando llegan a casa, cuelgan el abrigo en el
perchero y colocan las botas en el zapatero. Recordad que tienen dos y cuatro
años (bueno, casi cuatro) y no hace falta que se lo digamos una y otra vez.
Imaginaros lo que habré conseguido en un par de años. ¿Suena a orgullo? Bien,
espero que no a prepotencia, pero mis inseguridades en algunos campos no llegan
hasta aquí, estoy muy satisfecha de mi labor como madre/educadora,
especialmente en este sentido.
Los niños son personas con las que se puede dialogar y razonar, a nivel
básico, pero se puede y se debe. Y razonar es argumentar, porque hay que
hacerlo no es un argumento válido. A mí no me basta y a ellos tampoco.
Busquemos la forma de darle la vuelta a la tortilla y mostrarles un camino
realmente motivador para que hagan aquello que les va a venir bien con el
entusiasmo que llega cuando vemos la utilidad y el provecho de algo: “Encontrar
un buen trabajo” no es por supuesto un argumento válido para que aprendan
inglés cuando tienen 4 años, tampoco con 10; poder hacer amigos nuevos o leer
un libro que quieren y no está traducido, sí. Los niños son un lienzo en blanco
en el que podemos inculcar la idea de hacer las cosas bien y con entusiasmo, no
lo desaprovechemos.
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