jueves, 5 de febrero de 2015

Nada grande fue nunca concluido sin entusiasmo. Ralph Waldo Emerson



                                                           Rosa con cita en un lazo repartida en mi boda a cada invitado

             No sólo estoy completamente de acuerdo con esta frase si no que añadiría que ya que tenemos que hacer algo disfrutemos el tiempo que nos lleva hacerlo. Sé que esto no siempre es fácil, pero una buena actitud ayuda de manera inimaginable. Tengo que reconocer que me quedé tiesa cuando en la reunión previa a empezar la guardería nos pidieron que al dejar a los niños no les dijésemos “No llores” y al recogerlos, no les preguntásemos “¿Has llorado mucho?”. Me quedé a cuadros, a quién se le pueden escapar (porque doy por echo que de manera consciente y racional no se lo dirían) esas frases. Por eso ayuda mucho hablar con otras mamás y papás que están en nuestra misma situación; muy al contrario que compararnos con aquellos que tienen niños de edades diferentes o pensar que a los demás les va mejor. Recordad que ellos también ven sólo una cosa nuestra: lo bien que nos apañamos, a pesar de que por dentro haya días que estemos llorando o rabiando. Las comparaciones son odiosas y los padres tendemos a olvidarnos, no sólo entre los niños, sino entre nosotros. Leer libros sobre educación, revistas o escuchar a profesores y directores de guardería también viene muy bien. Algunas cosas que a nosotros nos resultan completamente obvias para otros pueden ser nuevas y sorprendentes.

En este caso concreto, yo, siempre despido a mis peques con un “pásatelo muy bien”. Y cuando les recojo, mi primera pregunta es “¿te lo has pasado bien o súper bien?”. Tengo que reconocer que para mí es duro desprenderme de ellos, y eso que la mayor ya está en su primer año de cole, que en la guardería me resultó todavía mucho peor. No sentí nada del alivio que me prometían por el tiempo soñado para mí. Pertenezco al grupo de mamás que sólo se queda tranquila con ratito privado cuando sus hijos están en la habitación de al lado y su papá con ellos. Es un fastidio que estoy intentando superar. Pero ellos no tienen por qué pagar el pato. Recuerdo poco de mi etapa en la guardería, pero sí que tengo muy buenos sentimientos hacia esos años, igual que a mi estancia en el colegio y en la Universidad. ¿Por qué se lo voy a amargar con la perspectiva de un adulto en la que las cosas que tenemos que hacer son por definición un fastidio? No es así. En el colegio jugaba con mis amigas, celebraba cumpleaños, me columpiaba en el patio, me llevaban de excursión… y de las aulas tengo el recuerdo de lucirme cuando me sabía la tarea. Sí, claro, de más crecidita tengo algún recuerdo de un profesor pelma, alguno muy malo y unos pocos que me marcaron con su interés y su brillante forma de educar. Odiaba los exámenes orales y en cuanto supe lo que me jugaba con las notas me entraba dolor de estómago aunque fuesen escritos, pero nada de eso importaba. Odiaba estar mala porque no podía ir al colegio a jugar con mis amigas. Y todas esas cosas empiezan a afectar mucho más adelante, no en la guardería, ni en infantil, desde luego.

En el desayuno hablamos de todo lo que van a hacer en el cole y cada vez que digo, en tono entusiasta y elevado: “¿Quién va a ir hoy al cole?” Silvia responde “yo”, pero Sergio casi se levanta de la silla de la emoción, mientras sube los brazos gritando “yoyoyoyoyoy”. Se lo pasan genial, por qué no iban a querer ir.

No todo es de color de rosa. Este año, creo que por el horario, a Silvia le ha dado por decir que no quiere ir a inglés. La última vez que la llevé, iba protestando desde el asiento trasero del coche hasta que me preguntó: “¿mamá, por qué tengo que ir a inglés?” No contesté inmediatamente porque, de pronto, recordé la cantidad de veces que yo le había hecho esa misma pregunta a mi padre. Odié el inglés con todas mis fuerzas hasta que tuve a oportunidad de ir un mes a Exeter (ciudad que me enamoró) y de utilizar el idioma y hacer nuevos amigos. Aún recuerdo las respuestas de mi padre: “Es necesario”, “Lo vas a necesitar”… Todas eran de ese estilo. Sabía que lo decía sinceramente porque le veía a él estudiando al llegar de trabajar y esforzándose y eso era todo lo que yo veía, algo que requería mucho esfuerzo, que se hacía porque “había que hacerlo” y que no me gustaba. Así que le contesté: “¿Quieres que te diga la verdad?” (En mi casa están prohibidas las mentiras) Y me dijo: “Sí, mamá”. Y se la dije: “Es para que te diviertas”. Se quedó callada y pensando. Si fuese un poco mayor me habría mandado a la porra, pero con los cuatro años aún sin cumplir tiene una mentalidad abierta que intento conservar.

No lo entendía, estaba claro, así que continué mi explicación: “sabiendo inglés podrás leer todos los libros y ver todos los dibujos que sólo están en inglés; y también podrás hacer nuevos amigos que no saben español. Yo tengo amigos que pude hacer así, porque todos sabíamos inglés”. Y me preguntó que de dónde eran. Pregunta a la que también contesté con la verdad, nombrando a cada amigo que recuerdo con cariño de aquella etapa de mi vida.

Por supuesto alguna vez sigue protestando, especialmente los días que ha dormido menos y está cansada, pero no me ha vuelto a preguntar por qué tiene que estudiar inglés.

Hagamos lo que hagamos en la vida es mejor hacerlo con convicción y entusiasmo. Es la mejor manera de que salga bien. Ya os he contado esto antes, pero siempre recordaré la frase que me dijo el ginecólogo usando después de año y medio y muchas pruebas, por fin conseguimos quedarnos embarazados: “No hay nada como decirle a una mujer que no puede quedarse embarazada para que se quede”. Sé que lo dijo en plan broma, sin ninguna malicia y refiriéndose a la creencia de que es la tensión lo que a veces nos impide quedarnos en estado. Pero reconozco que me sentó mal, entre otras cosas porque me parece que fueron los tratamientos que probamos los que ayudaron. Lo contrario sería suponer que como me habían dicho que no podía quedarme embarazada me rendí. No veo otra lógica para relajarse cuando te acaban de dar una noticia tan triste. Y, desde luego, no fue mi caso. En cuanto me dijeron eso busqué en Internet y en la farmacia todos los remedios caseros y naturales que se podían probar, mientras los médicas iban haciendo sus interminables pruebas. Lo uno no está reñido con lo otro, ya sabéis lo que dicen: “A Dios rogando y con el mazo dando” o una de mis favoritas “la suerte tiene que pillarte trabajando”. Así es, yo estaba convencida de que iba a ser mamá y de hecho ya tenía elaborado un minucioso plan que incluía una de mis largas listas, desde la inseminación artificial hasta la adopción.

Por supuesto, no siempre logramos todo lo que intentamos, aún cuando lo hacemos con entusiasmo y es bueno que los niños también aprendan la valiosa lección del fracaso. Silvia salió llorando un día de clase porque le había salido mal una ficha. Nadie le había reñido, pero no aceptaba su fracaso. Desde entonces siempre que puedo juego con ella a la oca, que no se puede amañar para dejarles ganar (gran error que solemos cometer los padres) y se coge cada mosqueo… Aprendió a compartir juguetes y aprenderá a aceptar que no siempre se puede ganar. Y, de paso, aprenderá a seguir intentándolo, porque merece la pena, no porque “hay que hacerlo”.

No olvidemos además, que esa frase (me niego a llamarla razón porque no argumenta nada) tarde o temprano deja de servirnos. Nos vale a los adultos que justificamos así, por ejemplo, aguantar un trabajo que no nos gusta; pero no servirá cuando empiecen a tomar sus propias decisiones y aún no hayan asumido ese sentido del deber (o del borreguismo, si somos más sinceros). Les podemos obligar a estar sentados en clase, pero no a prestar atención. El “porque sí” o “porque lo digo yo” son otras variantes que resultan mucho más cómodas en educación, pero que no educan. Alguien a quien admiro y respeto profundamente me dijo una vez que veía las ventajas futuras del razonamiento que intentaba tener con mis hijos (desde que nacieron, antes de que empezasen a hablar), pero que no podría haberlo hecho porque necesitaba que cuando a un hijo le dices “para” lo haga. Por supuesto que de vez en cuando se me escapa un grito, más de lo que quisiera o apruebo, pero los “porque sí” son realmente escasos y siempre van seguidos de un “eso no vale, mamá”. Y entonces yo cojo aire y le digo “tienes razón, es por esto” y se lo explico. Se me acaba de escapar una sonrisa, porque según os cuento esto mi hija me acaba de pedir algo que no depende de mí y no le puedo conceder; le he explicado las razones, claro, pero no le satisfacen, así que me dice “mamá, te hago un trato, ¿vale?” y, a continuación, me cuenta lo que a ella le parece justo. Así ha sido siempre nuestra dinámica, que va en la misma línea de que recojan lo que tiran, aunque sea mucho después y aunque hacerlo yo me llevaría exactamente un minuto y muchas menos energías. Ahora, cuando llegan a casa, cuelgan el abrigo en el perchero y colocan las botas en el zapatero. Recordad que tienen dos y cuatro años (bueno, casi cuatro) y no hace falta que se lo digamos una y otra vez. Imaginaros lo que habré conseguido en un par de años. ¿Suena a orgullo? Bien, espero que no a prepotencia, pero mis inseguridades en algunos campos no llegan hasta aquí, estoy muy satisfecha de mi labor como madre/educadora, especialmente en este sentido.

Los niños son personas con las que se puede dialogar y razonar, a nivel básico, pero se puede y se debe. Y razonar es argumentar, porque hay que hacerlo no es un argumento válido. A mí no me basta y a ellos tampoco. Busquemos la forma de darle la vuelta a la tortilla y mostrarles un camino realmente motivador para que hagan aquello que les va a venir bien con el entusiasmo que llega cuando vemos la utilidad y el provecho de algo: “Encontrar un buen trabajo” no es por supuesto un argumento válido para que aprendan inglés cuando tienen 4 años, tampoco con 10; poder hacer amigos nuevos o leer un libro que quieren y no está traducido, sí. Los niños son un lienzo en blanco en el que podemos inculcar la idea de hacer las cosas bien y con entusiasmo, no lo desaprovechemos.

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