Seguramente al leer esta frase habrás
pensado que es una obviedad muy manida. Déjame que te pregunte algo: cuando
cada noche, llevas a tu hijo a la cama protestando porque no se quiere dormir,
le pegas cuatro gritos porque ya no puedes más, él se pone más tenso y le
cuesta calmarse y al final se convierte en un terrible momento, otra vez; al
día siguiente, ¿vuelves a hacer lo mismo? Porque una frase que oímos y
decidimos mucho los padres es ésta: “otra vez igual”. Exacto, otra vez igual y
será siempre igual si no cambiamos nuestros métodos. ¿O acaso esperáis que sean
ellos, mucho más pequeños, con la razón aún por desarrollar y mucha menos
experiencia los que de repente un día comprendan, como por arte de magia, que
lo que hacían todos los días estaba mal? Perdonad mi impertinencia, pero eso no
va a pasar. Me da igual que nos refiramos a la hora de dormir, a ir al colegio
o a hacer los deberes. Los niños no entienden de la noche a la mañana que algo
estaba mal, hay que hacérselo entender, cuando tienen edad para ello, o, más
bien y a cualquier edad, convencerles. Convencerles no es imponerles y, desde
luego, rara vez les vamos a convencer con los argumentos que nos resultan
válidos a nosotros; recordad que se trata de que lo sean para ellos. Tienen que
resultarles convincentes y, por tanto, atractivos. La baza de “porque es bueno”
o “porque es lo correcto” mejor la dejamos en el cajón del olvido, que va a
servir para lo mismo.
En educación, y no olvidemos que los
padres somos los primeros y más importantes educadores de nuestros hijos, hay
que revisar continuamente los métodos que utilizamos, pero también los
principios que seguimos. Pararse a escucharles, - pero escucharles de veras, no
con el gran prejuicio de que son niños, no saben lo que quieren y nuestra labor
es hacerles ver lo que es mejor para ellos-, y pensar en lo hablado y en lo
ocurrido durante el día. Nadie está diciendo que sean los pequeños de la casa
los que impongan las normas, sólo que les tratemos con el respeto que esperamos
de ellos porque el ejemplo es la mejor escuela.
Los niños evolucionan tan rápido que
cuesta seguirles el ritmo. A veces, cuando por fin habíamos conseguido que algo
funcionase con ellos, pegan un nuevo salto y nuestro gran logro deja de servir.
Pero esto sólo es un fracaso si nos quedamos en este punto y no aprendemos
nada. Como siempre, os pongo un ejemplo. Ya sabéis que mi gran problema siempre
ha sido el dormir, incluida la siesta. Así que para conseguirlo era de las que
tenía que pasear con el carrito, durante, a veces, una hora, daba igual que
nevase o me achicharrase con la solana leonesa de las tres de la tarde un día
de agosto. Era la única forma de que se quedase dormida Silvia. Y no era
rabieta mía, es que si no lo conseguía, la tarde era insufrible. Recién
empezado el colegio, a pesar de las protestas, estaba tan cansada que se
quedaba frita en seguida, para gran sorpresa y alivio mío. Pero lo acabamos de
decir, los niños cambian muy rápido; y, superados los nervios de los primeros
meses y ya aclimatada al nuevo ritmo ha empezado su terrible resistencia contra
el sueño. Y, lo cierto, es que aunque se la ve cansada, no está tan
inaguantable, así que en frío, respirando hondo y tratando de ser objetiva (algo
terriblemente difícil en asuntos de hijos) pensé que quizá a punto de cumplir
cuatro años ya no necesitaba la siesta (aunque es indudable que le sienta bien)
e ideé una estrategia.
Al día siguiente, cuando le dije, “es
hora de dormir la siesta”, ella, como era previsible, me contestó: “No quiero
dormir, no tengo sueño”. Como veis, me está dando su argumento, difícil de
rebatir por imposible de demostrar. Y, por otro lado, un gran paso en un niño
porque no es una rabieta, es una razón. Así que le dije: “Vale, pero si es
cierto que no tienes sueño, entonces podrás mantener la sonrisa toda la tarde.
Si veo que empiezas a hacer pucheros y demostrar lo cansada que estás,
entonces, por la noche te dormirás tú sola (lo que en mi caso, implica que no
le cuento un cuento y no le canto canciones hasta que se duerma; ni siquiera me
quedaría con ella en su habitación hasta que se durmiese, aunque fuese
callada)”. Se mostró de acuerdo y así lo hicimos. Eso fue el lunes. A medida
que ha ido evolucionando la semana, se le ha ido notando el cansancio
acumulado, pero la negociación ha funcionado. Cuando empieza a hacer pucheros,
a protestar por nada o a dar negativas sin sentido le digo: “Me parece que hoy
sí que estás cansada por no haber dormido la siesta”. Y en seguida me pone una
sonrisa de oreja a oreja y me dice: “No, mamá, mira qué contenta estoy”. Por
supuesto que estaría encantada de que durmiese la siesta; le vendría muy bien,
estaría más descansada y rendiría mejor. Pero no se puede tener todo en esta
vida y si consigo que vaya aceptando las consecuencias de sus decisiones me
quedo bien contenta. Y, de premio, ella se gana esa media horina que le sobra
haciendo lo que le apetece, que suele ser pintar, y yo la tengo con una gran
sonrisa todo el día, lo que es una gozada.
Esto no siempre es así, claro, es que no
quería tener los mismos resultados y, por tanto, cambié de estrategia. Hace
cosa de un mes perdí los nervios. Uno de esos días negativos en los que no
puedes más, ellos gritan y tú más fuerte; ellos te pegan y tú les das un
cachete. Me sentí fatal. Al final del día todos estábamos tristes, enfadados,
disgustados y agotados. Y me juré y perjuré que eso no me volvería a pasar.
Empecé a tomar tila y a releer todos los libros destinados a padres que me
gustan y me recuerdan las pautas que debemos seguir, que no sólo los niños tienen
que dar su brazo a torcer, que las rabietas forman parte de su proceso de
maduración y que digan “no” a menudo es natural y sano. A veces confundimos
educar con tener siempre la razón y los mejores educadores son los que saben
enseñar a pensar, a razonar. Si el aprendiz puede superar al maestro es porque
desarrolla sus propias teorías y métodos. Si queremos tener siempre la razón
eso no va a pasar.
Si alguien me preguntase qué tal el día
de ayer tendría que devolverle la pregunta para saber si quiere saber lo que me
ha pasado o cómo lo he vivido. Empezamos el día con Sergio tirando el zumo por
estar jugando con el vaso; después tiró la leche por un exceso de mimos que le
llevó a tirarse sobre mí en el momento en el que le ofrecía la taza llena. Y
después, lanzó los cereales, ya por pura rabia. Silvia, que ya empieza a estar
cansada, se hizo notar con algún comentario del tipo: “No te pienso hacer caso”
y “hoy no voy a ir al cole”. Ese fue el inicio y, por si os lo preguntáis, no,
no fue a mejor porque a medida que pasan las horas todos estamos más cansados.
Cuando mi marido me preguntó qué tal el día le dije: “No voy a perder los
nervios” (tajante, no caben un “voy a intentar” ni similares. Estoy convencida.
Yo puedo con ello). Al volver al cole después de comer, Silvia tuvo un
berrinche en el que se negaba a calzarse. Al final se le hizo tarde y le tuve
que poner yo las botas. Antes de acercarme, respiré hondo, me calmé y luego ya
fui. Y mientras se las ponía le dije en un tono bajo y calmado: “Como no has
hecho lo que tenías que hacer y he tenido que acabar haciéndolo yo, entiendo
que sí se está notando tu cansancio por no haber dormido la siesta. El tiempo
que estoy perdiendo al ponerte las botas, que es tarea tuya, es un tiempo que
no voy a dedicar esta noche a leerte el cuento”. Su siguiente pregunta fue: “¿y
canciones, mamá?” A lo que de nuevo respondí calmada y con una sonrisa (sí, por
dentro me ardían las tripas): “Claro, mi amor, y me quedo contigo hasta que te
duermas si sigues portándote bien”. Como os decía, si cuento todas mis
peripecias del día de ayer cualquiera diría que fue un día horrible. Si me
hubiesen preguntado cómo me sentía habría contestado que muy cansada, pero muy
feliz. ¿Por qué? Porque al final del día todos estábamos contentos, no había
habido gritos y todos habíamos aprendido algo: yo, fundamentalmente, paciencia;
Silvia, a asumir las consecuencias de sus actos.
Visto desde fuera probablemente cualquiera
pensaría una de estas dos cosas: “qué suerte, debe tener un par de angelitos en
casa” o “¡madre! ¿cómo lo hará? Si yo no puedo con todo”. Lo digo por
experiencia, especialmente suelo pensar esto último. Siempre parece que los
demás lo hacen mucho mejor y eso es porque no vemos todo lo que tienen que
pasar. Momentos de estrés los sufrimos todos. Los niños no son benditos o
diablillos; tienen buenos y malos momentos como nosotros, pero muchos menos
recursos para enfrentarse a ellos. Es nuestra labor enseñarles a demostrar sus
sentimientos y eso empieza por dejarlos expresarse. Hace poco Silvia me dijo
un: “No me da la gana” y a continuación hizo lo que le había pedido sin más. La
iba a regañar por la contestación, pero luego me paré a pensar. Soy periodista
y una firme defensora de la libertad de expresión. Puede parecer fuera de
lugar, pero al fin y al cabo es lo que hay. Tienen derecho a expresar su
descontento y no pretendamos que digan: “mamá, esa tarea que me has impuesto no
es de mi agrado. La haré porque me dices que es lo correcto, pero no estoy de
acuerdo”. Pues no, lo suyo es que te digan “No me da la gana”. Lo importante es
intentar que se expresen de forma adecuada y eso se consigue poco a poco y con
pautas. Es difícil, pero no imposible. ¿Mis recomendaciones? Yoga, tila, tiempo
para vosotros, ejercicios de respiración y leer todo lo que podáis. ¿Nuestra
excusa favorita? La falta de tiempo y la necesidad de inculcarles la
obediencia. La falta de tiempo se arregla, yo suelo leer en el baño o cuando
espero a la salida del cole o las extraescolares. En cuanto a lo otro… ¿en
serio queremos enseñarles a ser obedientes? Yo quiero niños que sepan pensar
por su cuenta, no que me digan amén a todo. Esto no quiere decir que no se me
escapen los gritos o que no les enseñe que a veces un no, es un no y no hay
explicación posible. También ayer, dos veces se llevó Sergio un azote en el
trasero (de éste no me arrepiento para nada; no perdí los nervios y no le di
fuerte; le mostraba la gravedad de la situación) por soltarme la mano y echar a
correr a la carretera. Ante el riesgo no hay razonamiento posible. Eso sí, a
continuación le agarro de los dos brazos (sin apretar, sólo para que no se
escape), le miro a los ojos y le digo: “No se cruza sin mamá. Si te pilla un
coche te hace daño”. Sólo tiene dos años, así que las frases tienen que ser muy
cortas y sencillas.
Para mí, ésta es la parte más difícil de
ser padres, ayudarles a pensar por sí mismos. Enseñarles qué es lo correcto no
“porque sí”, sino ofreciéndoles alternativas para que lleguen a la misma
conclusión que tú. Es complicado porque no siempre sabemos nosotros mismos
buscar una alternativa válida o ceder nuestro “cetro de poder paterno”; a veces
podemos llegar a pensar que estamos tirando piedras contra nuestro propio
tejado al enseñarles a rebatirnos, pero siempre y cuando lo hagan con
argumentos y con educación, ¿no es lo más importante que les podemos enseñar?
Tienen el don de la inocencia, ven el mundo con ojos nuevos que se fascinan por
todo y se lo cuestionan todo. Si les ayudamos a mantener ese interés, esa
curiosidad y a expresar sus dudas, sus opiniones y a defender con argumentos
sus creencias les estaremos dando las mejores armas para ser líderes creativos,
lo que me parece un gran regalo. Por eso, os propongo que habléis todo lo que
podáis con vuestros hijos, incluso desde bebés, que les expliquéis todo lo que
podáis, con razones y frases cada vez más complejas según vayan creciendo y que
les animéis a defender su postura aún cuando están equivocados; dadles vuestros
argumentos hasta que consigáis convencerles. En España nos falta mucha cultura
de debate. En Estados Unidos, en las escuelas, deben realizar debates en los
que los alumnos deben defender la postura que se les haya asignado, crean o no
en ella. Intentar convencer a un niño es realmente difícil porque tendemos a
utilizar los argumentos que conocemos que son los que hemos ido aprendiendo con
la madurez y que a ellos no les dicen nada. Poneros a su altura en esto y el
resultado será asombroso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comparte tus opiniones con nosotros