viernes, 29 de agosto de 2014

La felicidad no existe en la vida. Sólo existen momentos felices. Jacinto Benavente


     
                Arcoíris saliendo en medio de la granizada del 22 de agosto de 2014 en León

            Tener hijos es la mayor felicidad que puedo imaginar, seguro que vosotros decís lo mismo, pero…¿Qué levante la mano quién no haya pensado algún día lo feliz que se ha puesto cuando se han quedado dormidos?

            No sé cómo andarán los vuestros o incluso vosotros. Yo digo que soy tan empática con ellos porque padezco el síndrome de Peter Pan, aunque crezco, me sigo sintiendo niña en tantos aspectos… que les  entiendo perfectamente. A medida que se acortan los días y se acerca la vuelta al cole, los tres hemos empezado a dormir peor y a estar más agitados. Sergio, que no tiene aún los dos añitos, se ha empezado a morder las uñas y a tirarse de los pelos cuando se pone nervioso. Y Silvia ha empezado de nuevo con los sustos y a despertarse de noche pidiendo dormir con nosotros o con su hermano. Y yo, he empezado a tener pesadillas. Así que andamos agotados y mal humorados. Dormir es una gran felicidad que hay que disfrutar a diario para poder recuperar fuerzas y estar descansados. Por eso, ayer decidimos hacer otra excursión a ver si los agotábamos y funcionó. Hemos dormido como bebés. Hacía tiempo que no descansaba así de bien y me he levantado con una gran sonrisa en la boca y cargada de paciencia que derrochar con ellos.

            Ayer no empecé así el día ni de lejos. Ya os digo que llevan una buena temporada poniendo a prueba todo tipo de límites. Y anteayer fue uno de esos días en los que te sientes la mejor madre del mundo por poder controlar un sinfín de terroríficas situaciones sin dar un solo grito, pero que al final del día crees que te está saliendo una úlcera por soportar tanta tensión. No había sido un día feliz, os lo aseguro, a pesar de sentirme muy orgullosa de mí misma por intentar reducir sus tensiones y cada vez que se ponían de pie en el sofá para colgarse de las cortinas o lloraban por lavarse los dientes o se negaban a recoger antes de las comidas… yo, con voz calmada, les decía “bájate del sofá, que si te caes te haces daño” o “venga, campeona, que ya te falta poco y en cuanto a cabes de recoger ya tienes la comida preparada”. Eso era lo que decía, con una sonrisa de ánimo en la boca, pero yo había estado ¡45 minutos recogiendo con ellos! Y Silvia seguía tirada en el sofá, gritando y llorando mientras que a Sergio y a mí ya nos había dado tiempo a terminar de comer. Así que, os podéis imaginar que, por dentro, ni estaba calmada ni sonriendo. No resulta nada fácil y no siempre lo conseguimos, claro. Pero cuando los ves tan nerviosos, alterados y asustadizos te das cuenta de que esa rebeldía es fruto de su intranquilidad y por mucho que cueste hay que tragarse el orgullo; que sí, que sí, que también tiene que ver, que cuando parece que te están tomando el pelo de forma tan descarada y riéndose en tu cara dan unas ganas de imponerle un gran castigo y demostrarle quién manda en casa… pero no, en esta casa “comemos huevos” todos (odio eso de “cuando seas padre comerás huevos”). Y, por supuesto, hay cosas que no se consienten y, si hace falta castigar, se castiga. Pero también hay que saber mirar más allá, y cuando están nerviosos, alterados o muy cansados no es el momento de ser más estrictos, sino firmes, pero considerados.

            Esto de ser una gran mamá es súper duro, por eso no se consigue todo el rato. Así que, sin sentir ninguna vergüenza, os diré que mi momento feliz de anteayer fue cuando se quedaron dormidos. Y no es que, después de 1 hora de reloj cantándoles canciones, tras haberles leído el cuento y arropado varias veces, me quedase ¡por fin! tranquila. No, no es sólo eso, es que me sentí realmente feliz porque se durmieron tranquilos, sin llorar, sin nervios, sin sustos; porque tenían una respiración tranquila y un gesto completamente relajado. Y verles a los dos tan a gusto, tan tranquilines… “mis dos bebés grandes”, mis niños… El dolor de estómago y de cabeza, incluso las ganas de llorar hacían imposible ignorar del todo la tensión sufrida a lo largo del día, pero no sólo me sentí bien conmigo misma por haberlo conseguido, por no haber gritado, por haber sido firme y calmada al mismo tiempo; tampoco era sólo la paz de no oír chillidos y lloros sin motivo aparente (no olvidéis que aunque no lo encontremos justificado, lloran por algo, quizá sólo porque se sienten mal o porque tratan de llamar la atención, pero suele haber una razón); sino que me sentí feliz. Siempre se dice que los dolores del parto se olvidan cuando tienes a tu hijo en brazos. Yo no creo que sea así, es que cuando le ves la carita te vuelves capaz de andar sobre brasas por ellos. Y a veces, cuando nos enfadamos nos olvidamos de mirarles a la cara, de ver esos ojitos llenos de confianza en nosotros. Y cuando se quedan dormidos, nos relajamos y volvemos a mirarles y volvemos a ver y sentir lo mismo que aquella primera vez, cuando les vimos y supimos que nuestra vida había cambiado para siempre, que por fin estaba completa y que no podríamos haber pedido un regalo mayor. Anteayer fue un día horrible con un instante de completa felicidad.

            Silvia me preguntó la semana pasada que por qué no estábamos de vacaciones y, la mejor forma que se me ocurrió de explicárselo, fue decirle que si estuviésemos todo el rato de vacaciones ya no serían vacaciones, sino… ¡una mudanza! Creo que ocurre lo mismo con la felicidad. Si todo el tiempo estuviésemos completamente felices, olvidaríamos que lo somos y aún querríamos más. Por eso, debemos centrarnos en nuestros momentos felices. Recuerdo una clase de inglés, hace ya unos cuantos años, en la que nos pidieron que anotásemos 5 recuerdos importantes de nuestra vida. Cuando terminamos tuvimos que leerlo y resultó que era una especie de juego para saber quién era optimista o pesimista; obviamente sin ninguna base científica. Al parecer, yo pertenecía al primer grupo porque mis 5 respuestas eran momentos buenos de mi vida. He sufrido importantes pérdidas y momentos realmente malos, pero nunca he sido de las que huyen de sus recuerdos. No pretendo darme auto bombo, cada uno supera las cosas a su manera y yo necesito los recuerdos. ¿Os acordáis cuando en el colegio jugábamos a “qué te llevarías a una isla desierta”? Mis dos primeras cosas siempre eran fotos y música. Si algún día me encuentro especialmente triste o bajuca de ánimo, sé que me falta música, pongo la radio o un CD o una cinta; sí, soy de las que todavía usan cintas, aunque ya las estoy pasando a discos, gracias a una aplicación del ordenador (me estoy volviendo una adicta de la tecnología, jejejejej, qué útil es) y problema resuelto. Supongo que todo se transmite, porque a mis hijos les vuelve locos cantar y bailar. Necesito los recuerdos y normalmente los momentos malos lo son porque has perdido algo muy bueno de tu vida, como un ser querido. En esos casos, no olvidas, nunca olvidas, pero te han dado tantos ratos de cosas buenas que parece imposible centrarse en lo único malo que les acompaña, que es su pérdida.

            Yo necesito los recuerdos, porque son instantes de mi vida que me han hecho ser como soy y me han llevado a conseguir lo más importante que tengo, que es mi familia. No hay una felicidad absoluta, pero hay tantos momentos felices que resulta mucho más fácil centrarse en estos que en el resto.

            No os preocupéis por ser felices, sino por procuraros tantos momentos de felicidad como podáis: cuando veis vuestra serie favorita, o esa película que siempre os pone de buen humor; cuando os sumergís en un libro nuevo o le leeis a vuestros hijos ese que recuerdas con tanto cariño de cuando eras niña; cuando jugáis con ellos a la pelota o le habláis de la próxima excursión o vacaciones que vais a hacer con ellos; cuando le oís decir “mamá” por primera vez; su primera sonrisa, sus primeros pasos con sus pequeños bracitos extendidos hacia ti con la confianza de que nunca le fallarás, y de que si se balancea le agarrarás a tiempo antes de que se caiga… tenéis todo el fin de semana para llenar de momentos felices: en el parque, en la piscina, en la playa, en la montaña, montando en bici o en triciclo… Y no olvidéis que se les puede hacer muuuuy felices compartiendo nuestros gustos. Los niños se pueden acoplar a casi todos los estilos de vida: ya tenéis carritos preparados para hacer footing, por no hablar de lo que les gusta correr cuando les ofrecéis un buen estímulo como el “pilla-pilla”. Son grandes lectores, así que si os apetece leer un ratito sólo tenéis que ofrecerles un buen libro adecuado a su edad…Compartid con ellos vuestras aficiones y llenad vuestros días de pequeños instantes de felicidad.

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